"La inflación moral del país"
Por: ANDRÉS L. MATEO / Uno se asombra todavía de que no
quede hacia dentro del PLD una pizca de la dignidad que Juan Bosch suponía
debía tener un partido, y que la corrupción de ese conglomerado sea parte de la
inflación moral en que vivimos; porque la modificación del párrafo III del
artículo 85 del Código Procesal Penal es un insólito despliegue del descaro y
la prepotencia, y una forma brutal de clavarnos como país en lo impensable. Se
pretende despojar al ciudadano de su calidad para querellarse ante la justicia
por los actos de corrupción de los funcionarios públicos; de modo que, si el
Presidente Danilo Medina la promulga, sólo ellos mismos, los peledeístas que
gestionan el aparato del Estado, se podrán acusar entre sí. Sin dudas, el manto
de impunidad más tupido de toda la larga historia de la corrupción.
El grado más
alto de la concepción patrimonial del estado que ha cabalgado en nuestra
historia. El nivel más elevado de práctica de la corrupción proclamado sin
ningún sonrojo. El Estado como botín, el despojo de la riqueza social cual si
el partido gobernante tuviera derechos extraordinarios de apropiación de los
fondos de la nación, sin un régimen de consecuencias.
Cuando
hablamos de corrupción denominamos una práctica que se ha perpetuado en la
política dominicana conformando un sistema, y cuya acumulación originaria de
capital tiene como fuente el erario. Se ha repetido tanto en la historia
dominicana, que el imaginario popular la ha fijado como algo “natural”, como
una esencia de la dominicanidad; siendo, como es, un orden histórico particular
de la práctica política que la legítima con un manejo del poder. La corrupción
no es una maldad de origen, sino un vastísimo sistema circulatorio, una enorme
palanca de movilidad social, ante cuyo funcionamiento el poder es como el
susurro de las escamas del réptil. Fue el fenómeno de la corrupción el que
transformó súbitamente toda la naturaleza de clase de la pequeña burguesía del
PLD, abriéndose con la movilidad social unos apetitos cuya ausencia de límites
ha borrado cualquier escrúpulo ético. Pero lo que explica la supresión del
párrafo III del artículo 85 del Código Procesal Penal no es el fenómeno de la
corrupción, sino el de la aparición de la hiper-corrupción como categoría.
La
hiper-corrupción es lo característico de la etapa de los gobiernos peledeístas,
y es diferente de esas formas sistemáticas de corrupción que registra la
historia nacional, no sólo por el elevado nivel de acumulación de capital que
maneja, sino porque requiere garantías de impunidad absolutas, y falsificación
de todo el régimen de consecuencias que prevén las leyes. Además, para la
hiper-corrupción como sistema, el Estado es el oxígeno indispensable, la fuente
de toda acumulación patrimonial. Por eso la hiper-corrupción es lo que
garantiza la continuidad en el poder. Por eso, seis o siete de las fortunas
derivadas de la hiper-corrupción peledeísta, compiten en importancia económica
y social con los capitales tradicionales del sistema de producción oligárquico
del país. Y es por eso que, pese al dominio absoluto del sistema judicial, el
párrafo III del artículo 85 del Código Procesal Penal se convertía en “el
flanco débil por el que se podía atacar la bien asegurada impunidad que ha
construido el partido gobernante”, como bien dice el doctor Guillermo Moreno en
su artículo “Para la historia de la impunidad”, publicado en la edición de ayer
de “Diario Libre”.
¿Por qué la
modificación del párrafo III del artículo 85 del Código procesal Penal pasó
como en clandestinaje, como furtiva, como una malévola ráfaga de la
desventurada historia del despojo de la riqueza social que hemos vivido los
dominicanos? Simplemente, porque la inflación moral en que vive éste país
autoriza a un Poder Legislativo desacreditado a rubricar como ley cualquier
barbaridad derivada de sus intereses. Nos han obligado a vivir en el silencio,
y son muchos los pequeños burgueses que deben a su miedo el sacrificio de sus
dudas. Entre perdigones de saliva, hablando de este tema, un sacerdote amigo me
dijo, bien bajito: “No hay nada que hacer, Andrés, no seas pendejo”. Y yo sentí
que ese era el mismísimo significado de nuestra existencia. Frente a un país
que tiene instituciones formales, y una dictadura real.
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